Viajar en primavera

Cada año hay un primer viaje, y este, a menudo, se hace en primavera. Porque la primavera es siempre un comienzo.
Viajar en primavera Cuento de primavera Éric Rohmer
Les Films du Losange

Estas líneas van dirigidas a entusiastas, a aquellos que creen que viajar en primavera implica comenzar el viaje. Una playa es un buen inicio. Cádiz, por ejemplo. En verano, la costa no permite margen de error. La multitud en movimiento exige rigor y diligencia. Un desliz en la planificación puede llevar al desastre. Esa palabra tan en tendencia: tensionado, se extrapola a cualquier destino no recóndito.

Pero la urgencia estival aún no ha llegado, y eso nos permite elegir, incluso improvisar, incluso en Cádiz. Improvisar en primavera es conveniente. El tiempo es volátil. Mayo puede aspirar tanto a febrero como a julio.

En el comienzo del que hablo, mayo fue julio, pero en otro espacio. Un espacio que permitió reservar una habitación de un día para otro en ese hotel deseado de Vejer de la Frontera, lograr mesa, asiento y cerveza, al atardecer, en ese chiringuito de la playa de Caños de Meca, y cenar en la terraza de ese restaurante regentado por una pareja danesa en el que se sirven alcauciles de Conil.

Playa de El Palmar: paraíso inmenso de arena finaFélix Lorenzo

Y en la playa de El Palmar, playa entre las playas, recordé aquello de “El mar. La mar. El mar. ¡Sólo la mar! ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?”. El agua aún no acogía con calidez, pero pensé que tampoco lo hace en verano. Me adormecí sobre la arena mientras los versos de Alberti resonaban en un leve poniente.

El comienzo del que hablamos se puede buscar más allá, mucho más allá. En Grecia la primavera hace despertar el paisaje. El verdor cambiante y un relieve que esconde más de lo que muestra, hace ver sátiros y ninfas entre laureles, pinos y cipreses.

El impulso de las redes empuja hacia las islas. Pero dejemos las postales para la canícula. En estos meses ambiguos, el Peloponeso y la costa del Egeo ofrecen el escenario del mito.

Hubo un comienzo en el que, en un minúsculo coche alquilado, atravesé Volos (antiguo Yolco, patria de Jasón) y me interné en la península del Pelión, donde habitan los centauros. Repito, donde habitan los centauros. Los bosques de hayas y robles cubren la montaña. El misterio persiste. Compruebo en Google Maps que la red de carreteras sigue siendo tan precaria como entonces.

Allí Quirón, el más sabio de estos rudos equinos, educó a Aquiles. Los mitos tienen un sentido. A muchos de los caseríos tan solo se puede acceder por caminos de mulas.

Resort de Afissos, Grecia.Tom Parker

Aquella mañana salió el sol. Seguimos las indicaciones de la muy inglesa propietaria del B&B (los ingleses son ubicuos en el Mediterráneo) y recorrimos los caminos del bosque hasta alcanzar la costa. Una señal anunciaba una playa. Mylopotamos. Nos asomamos y contuvimos el asombro. Era la cala perfecta. Arena en su justa medida, un arco de roca y aguas de un azur cristalino. Nadie a la vista.

En otros comienzos predomina lo floral. La película Cuento de primavera, de Éric Rohmer, el director francés, habla de un inicio que no llega a ser. Un inicio que discurre entre labores de jardinería en Fontainebleau, cerca de París. Hay cerezos, lilas, y un cenador cuya puesta a punto se ve interrumpida por un tumulto familiar. No importa. “La vie est belle”, concluye Natacha, una joven con buen fondo, aunque algo intrigante.

Es difícil pensar de otra manera entre flores. Francia ha hecho de su cultivo un culto. La devoción de los pintores impresionistas por los jardines no es casual. Ahí está la profusión de Monet y su florido parque temático en Giverny. Las hordas en búsqueda de impacto instagrámico no hacen de este rincón de Normandía un lugar aconsejable para ese primer viaje.

Sí lo es, por el contrario, Gerberoy, un pequeño pueblo de aspecto medieval en Oise, a media hora de Beauvais. Un comienzo allí es un comienzo entre rosas. Nuestra habitación ocupaba la buhardilla en una antigua casa cruzada por vigas azules. El jardín, ¿cómo no?, estaba cubierto de rosales en flor. En el desayuno, la propietaria, en esta ocasión muy francesa, nos ofreció una dulce y casera mermelada de rosa. “Aquí las rosas se comen”, afirmó.

'El jardín del artista en Giverny', Claude Monet (Museo de Orsay, París)Alamy

A medida que procesábamos la intensidad cromática de las calles, pensé que es habitual en Francia que la amenaza de lo cursi, tan denostada, se vea barrida por el exceso. Los paisanos nos animaban a acudir a la Fiesta de la Rosa (no confundir con la monegasca), que se celebra el dos de junio desde 1928, y que exalta la capitalidad rosácea de Gerberoy.

Allí se instaló el pintor postimpresionista Henri Le Sidanier. Se conservan sus jardines. Mi olfato ha retenido el olor, la saturación aérea en el vaivén de la brisa. “Este rosal fue plantado por el propio artista”, confirmó un jardinero sin que en su tono cupiese la duda.

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Hubo muchos más inicios. En uno de ellos caminé, entre prados de color amarillo, hacia Segesta, el más escénico de los templos griegos de Sicilia. En otro, durante un almuerzo, bebí una copa de chablis en un restaurante de la edad dorada de Tánger, mientras los caballos corrían por la playa de Sidi Kacem.

Por supuesto, no todos los primeros viajes fueron tan idílicos, pero puestos a comparar con la lucha por el destino veraniego, o con la melancolía impostada del otoño, para mí vence mayo. Dice Tolstoi, fuente inagotable de citas certeras, que la primavera es la época de los planes y de los proyectos. Y si lo dice Tolstoi, poco más hay que añadir.