Vía Francígena: la ruta definitiva del Camino italiano

Los paisajes de Lombardía y Toscana convierten la Vía Francígena en una fenomenal excusa para conocer una ruta recorrida durante siglos por papas y emperadores.
Vía Francígena Colle Val d'Elsa Siena
Federico Magonio / Alamy Stock Photo

La fama del Camino de Santiago es tal que, a menudo, olvidamos otros itinerarios cuya importancia profundiza también en las raíces de Europa. Uno es la Vía Francígena, una ruta paneuropea que conduce desde los acantilados de Dover hacia Roma a través de Francia, Alemania, los Alpes y la península itálica. Recorrida durante siglos por Papas, emperadores germanos y tercios españoles, la Vía Francígena sigue gozando de gran popularidad entre los peregrinos franceses, alemanes e italianos. Imagina las bondades del Camino Jacobeo cambiando nuestra meseta y la húmeda Galicia por los paisajes de Lombardía y los cipreses de Toscana mientras dejamos atrás miliarios romanos que nos guían hacia el Lacio: así es la Vía Francígena.

Amapolas en la Toscana.Alamy

LA HISTORIA DE LA VÍA FRANCÍGENA

La Vía Francígena, “vía de Francia”, fue la principal vía de comunicación entre Roma y la corte imperial de Aquisgrán durante la Alta Edad Media. Su importancia como ruta de peregrinaje y comercio sobrevivió a los Carolingios, y en torno al año 1000, la Vía Francígena era, sin discusión, el camino preferido por los emperadores germánicos, peregrinos y mercaderes que buscaban en Italia el maná de sus deseos. También era utilizada por los cruzados europeos que caminaban más allá de Roma, hacia los puertos de Apulia, para embarcarse rumbo a Tierra Santa.

El primero en dar a conocer el camino hacia Roma desde el norte de Europa fue un monje inglés de nombre Sigerico, arzobispo de Canterbury en la lejana Britania. Corría el año 990 cuando Sigerico cruzó el Canal de la Mancha dispuesto a recibir la bendición del Papa de Roma, y tras muchas millas y penurias, logró alcanzar la Ciudad Santa utilizando los viejos caminos abiertos siglos atrás por los romanos. Preocupado quizás por la fortuna de los futuros peregrinos, Sigerico decidió escribir un libro, su Itinerarium, donde detallaba las etapas y los lugares de descanso (mansio) de la Vía Francígena.

El hecho de que un arzobispo considerase útil esta suerte de “guía para peregrinos” significaba que eran muchos cuantos se aventuraban hacia Roma en busca de las bendiciones del Papa. El Itinerarium de Sigerico marcará nuestros pasos a través de Italia, y descubriremos pueblos y ciudades que otros caminantes pisaron hace más de mil años.

Valle de Aosta.Thinkstock

EL COMIENZO: DEL VALLE DE AOSTA A PLASENCIA

El valle de Aosta es una estrecha vaguada que se adentra en lo más profundo de los Alpes hasta tocar las moles del Mont Blanc y las Grandes Jorases. Dos de sus collados, el Moncenisio y el Gran San Bernardo, ofrecían pasos seguros durante el verano a los peregrinos nordeuropeos que buscaban llegar a Italia siguiendo el curso del río Ródano. Será este último puerto quien adquiera la fama y popularidad, gracias en parte a la hospitalidad de sus monjes y a los perros que llevan su nombre, capaces de encontrar a un hombre extraviado tras la niebla más densa. El albergue y la abadía que todavía coronan el Paso del Gran San Bernardo son, por lo tanto, el punto ideal para comenzar la Vía Francígena.

Aosta es la capital del valle y una de las mecas del esquí italiano por su cercanía a Turín y Milán. En ella convergen peregrinos que buscan asueto en uno de sus muchos albergues y admiran embobados el campanario románico de San Orso, con turistas que posan ante las ruinas del teatro romano y alternan cafés con compras entre las calles del casco viejo. Cualquiera merece, sin embargo, probar la pizza de “Bella Napoli”, un rincón napolitano entre las nieves de Aosta que al primer bocado nos recordará que nuestro camino debe continuar rumbo sur.

Una vez abandonemos Aosta rumbo a Vercelli comenzaremos a abandonar las cuestas para afrontar la parte más sencilla del camino hacia Roma. Las últimas montañas del valle de Aosta nos despiden mientras caminamos hacia el guardián que custodia la entrada a Italia: el fuerte de Bard, una de las mayores fortalezas erigidas sobre la Vía Francígena. El Itinerarium de Sigerico señala que ya existía un castillo en aquel lugar por entonces, y la presencia de restos de calzada romana en las inmediaciones nos harán sentir que caminamos sobre la misma historia mientras damos la espalda a las últimas cimas de los Alpes.

El río Dora Baltea a su paso por Ivrea, Piamonte.Alamy

Sabremos que estamos en Lombardía cuando crucemos el río Dora Baltea en la ciudad de Ivrea, cuyo casco histórico ha sido catalogado Patrimonio Mundial de la Unesco gracias a la conservación de su trazado medieval. El puente que cruza el río fue utilizado por los tercios españoles y los tesoreros que enviaban oro para pagar a los soldados de las guerras en Flandes durante el dominio hispano del Ducado de Milán, y también soportó el peso de Leonardo Da Vinci cuando el genio se encaminaba a la corte del rey de Francia para nunca regresar en vida a Italia.

Pavía, nuestra siguiente parada, fue la capital de su reino, y continuó siéndolo durante la dominación de los francos carolingios, cuando pasó a convertirse en el principal centro mercantil del norte de Italia. Gracias a la Vía Francígena, Pavía se convirtió en una ciudad donde se intercambiaban mercancías, pensamientos e influencias artísticas que terminaron alumbrando una sociedad que produjo un románico deslumbrante como el que podemos admirar en la basílica de San Pietro in Ciel d’Oro. Toda su riqueza surgió gracias al flujo de una arteria: la Vía Francígena.

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PLASENCIA, TIERRA DE PASO

El paisaje que rodea ciertos tramos de la Vía Francígena dista mucho de ser idílico. Como sucede en el Camino Jacobeo, las afueras de las ciudades son a menudo anodinas y resulta fácil perderse en el laberinto de polígonos industriales y barrios de la periferia. Para evitar los arrabales y sustos en el camino, lo habitual en la Edad Media era tomar una barcaza en Pavía que descendía por el Po hasta la ciudad de Plasencia.

Aunque ahora el tráfico fluvial reviste menor importancia, entonces era parte vital de las comunicaciones, y es una de las razones por las que Plasencia fue titulada por Leonardo Da Vinci como “Tierra de Paso”. Su privilegiada ubicación en mitad de la llanura lombarda y a un costado del Po convirtieron la ciudad en un cruce de caminos por el que todo el mundo debía pasar. Actualmente, Plasencia es una coqueta capital provincial con un admirable casco histórico construido con rojizos ladrillos, y que posee una catedral donde todo peregrino debe parar. En sus muros se encuentra un relieve románico que muestra a unos viajeros rumbo a Roma, síntoma y señal de que no somos ni seremos los primeros que cruzan y abandonan Plasencia, la tierra de paso, hacia otro lugar.

Plasencia, Italia.Shutterstock / Turismo de Italia

EL PASO DE LA CISA

Poco conocidos más allá de las fronteras italianas, la cadena montañosa de los Apeninos supone un bello obstáculo para los caminantes que recorren la Vía Francígena. Bello porque el verdor de sus hayedos envuelve el camino una vez dejamos atrás los llanos de Plasencia, y también un desafío porque para superarlos en nuestro camino hacia Toscana deberemos afrontar la etapa más exigente de la Vía Francígena: el Paso de la Cisa (1.041 m).

El menor de los puertos de los Apeninos supondrá la etapa más dura de la Vía Francígena, y debemos ir preparados con calzado adecuado para afrontarla. Una vez acostumbrados a la pendiente, toca admirar un sendero que ha unido desde antaño el norte y el sur de Italia, el interior y la costa mediterránea.

El tramo de la Vía Francígena que une Pontremoli y Lucca es uno de los secretos que esconde la ruta hacia Roma. Obsesionados con la belleza que pronto encontrarán en las colinas de Siena y San Gimignano, muchos se sorprenderán al descubrir la comarca de Lunigiana que comparten Liguria y Toscana. La Vía Francígena atraviesa un paisaje verde gracias a la humedad del cercano Mediterráneo y donde el sonido del agua corriendo siempre suena cercano. El pueblo de Ponticello es una maqueta habitada y detenida en la Edad Media, y a medida que nos acercamos a la ciudad de Aulla atravesaremos algunos de los bosques más frondosos que encontraremos a lo largo de la Vía Francígena.

HAMBYB Ponte della Maddalena ? the Bridge of Mary Magdalene ? popularly known as the Devil?s Bridge, Lucca, Tuscany, ItalyGeordie Torr / Alamy Stock Photo

LA VÍA EN LA TOSCANA

Sabremos que hemos llegado a la tierra de Leonardo y Miguel Ángel cuando divisemos a lo lejos las casas del pueblo de Pietrasanta. De nuevo, y como en toda la Vía Francígena, esta etapa posee una digna oferta de albergues en los que merece la pena dormir antes de afrontar el camino hacia Lucca. Además, Pietrasanta ofrece un bello paseo alrededor de su catedral románica, cuya plaza cumple la función de museo al aire libre de escultura contemporánea que muestra las obras temporales de artistas italianos.

Las murallas de Lucca aparecerán al día siguiente, después de superar los montes que separan Pietrasanta de una de las ciudades más bellas de Toscana. Perla blanca entre colinas verdosas, Lucca merece un artículo aparte, como muchas de las ciudades que encontraremos a lo largo de la Vía Francígena. Será en Lucca donde comencemos a respirar el aroma de más peregrinos, ya que la ciudad es el punto de partida de numerosos grupos que prefieren afrontar un trayecto más corto de la Vía Francígena. La abundancia de viajeros será a partir de ahora una constante, y una oportunidad para conocer caminantes de las más diversas procedencias.

Las afueras de Lucca son, hablando en plata, cutres y aburridas, a base de polígonos y carreteras asfaltadas, pero a medida que nos acercamos al pueblo de San Miniato, comenzaremos a adentrarnos en la auténtica Toscana. San Miniato fue uno de los puestos de descanso donde Sigerico de Canterbury pernoctó en su camino hacia Roma, y la decisión de registrarlo en su Itinerarium otorgó un futuro a la entonces pequeña aldea toscana situada junto a una vieja calzada romana. San Miniato es un pueblo que vive por y para los peregrinos que recorren la Vía Francígena. La hospitalidad de sus albergues es archiconocida, así como la calidad de sus hosterías. Y por si algún peregrino queda con hambre, siempre habrá una hostería abierta en San Miniato para ofrecerle una rica zuppa di pane.

2JKNCJR A scenic view of beautiful fields in Via Francigena, Tuscany, ItalyWirestock, Inc. / Alamy Stock Photo

La siguiente etapa de la Vía Francígena termina en San Gimignano, un pueblo archiconocido por el estado de conservación de su arquitectura medieval y tristemente convertido en una suerte de museo por cuyas plazas y calles ya no corren niños ni reparte el panadero. El tramo de la Vía Francígena que une San Miniato y San Gimignano es uno de los más bellos del itinerario, pero también el más masificado de caminantes que se lanzan al camino y sudan las cuestas que separan ambos pueblos. San Gimignano es bello porque ni siquiera la fama puede arrebatarle algo tan objetivo, pero gana desde lejos, cuando la silueta de sus torres espigadas rompe el horizonte toscano y nos señala el camino. Una vez entremos por sus murallas y participemos del turismo, caerá por sí solo el espejismo.

San Gimignano resulta un lugar tentador para pasar varios días de descanso y poder visitar las bodegas y viñedos que se extienden por los fértiles valles que rodean el pueblo. También podemos alojarnos en un “agroturismo”, un concepto muy de moda en Italia que permite a los peregrinos descansar en antiguas granjas y haciendas que combinan la actividad agrícola con la hostelería. Hospedarse en un agroturismo supone una opción que nos permitirá conocer mejor la Toscana gracias a nuestros huéspedes y al contacto de primera mano con los productos de su tierra.

SIENA, EL CORAZÓN DE LA VÍA FRANCÍGENA

La Vía Francígena se muestra en Toscana más transitada que nunca, tal y como debió figurar en los tiempos medievales que la dieron fama. Entre los siglos IX y XIX no existía otro camino que uniese los poderosos Estados Pontificios con los pasos occidentales de los Alpes, y tanto la Ilustración como los hitos del progreso industrial terminaron llegando hasta el lejano sur itálico a través de los senderos de la Vía Francígena hasta que el ferrocarril le arrebató toda importancia. En mitad de aquella suerte de autovía del pasado, bombeando como un corazón que vive del tránsito, nació y creció una ciudad cuya historia se encuentra ligada a la Vía: Siena.

La Torre de Mangia en la Piazza Campo de Siena.Roman Babakin

Encontraremos muchas ciudades a lo largo de la Vía que pudieron ser ricas gracias al comercio, pero en Siena se daba una circunstancia que aventajaba al resto: muy cerca, en Montieri, existían unas minas de plata únicas en Italia que los sieneses explotaron durante largo tiempo. La plata de Siena alumbró el nacimiento de algunos de los bancos más antiguos del mundo, como la Banca dei Paschi di Siena o el Monte de Pietá, ante la necesidad de crédito y letras de cambio de las riadas de viajeros y comerciantes que utilizaban la Vía Francígena para alcanzar Roma y el sur de Italia. La Piazza del Campo y la Logia que se abre a su espalda recibieron durante siglos a peregrinos, cruzados y buscadores de fortuna, y resulta recomendable pasar más de una noche en la ciudad para poder descubrir cada rincón de sus barrios. Su amplia oferta en albergues y hoteles no tardará en convencernos para echar el freno de mano: Roma aún puede esperar unos días más.

EL VALLE DE ORCIA Y LAS TIERRAS DEL LACIO

El tramo de la Vía Francígena entre Siena y San Quirico de Orcia se encuentra superpuesto al trazado de la antigua vía romana que partía desde la Ciudad Eterna hacia la Toscana: la vía Casia. Dicha calzada será nuestra guía hacia el río Tíber de igual forma que lo fue para Sigerico de Canterbury, quien también se detuvo en San Quirico en el año 990 para tomar aliento antes de emprender el ascenso a las últimas montañas del viaje y entrar en el Lacio bajo la sombra del Monte Amiata.

2P66M51 Abbey of Sant'Antimo, Montalcino, Val d'Orcia, Tuscany, ItalyJoana Kruse / Alamy Stock Photo

El Lacio luce un paisaje menos ordenado que Toscana, y será sencillo adivinar las diferencias al atravesar los pueblos que rodean el lago de Bolsena mientras continuamos caminando sobre las losas de la antigua vía Casia. Los primorosamente conservados pueblos toscanos han sido sustituidos por localidades cuya vida es más auténtica, aunque menos cuidada, o que, por el contrario, languidecen sin que nadie parezca interesado en revivirlos para deleite del turismo. Existe belleza, sin embargo, en la decadencia que descubriremos mientras la Vía Francígena deja atrás Montefiascone. Vive poca gente en esta zona del Lacio, pero aquellos que aún no se han marchado se esfuerzan en destacar por su amabilidad con los viajeros a base de embutido y el afamado vino de Montalcino. Las vistas del lago de Bolsena alivian cuando aprieta el calor, y los bocadillos de porchetta envueltos en papel de aluminio son capaces de dar fuerzas al más agotado de los peregrinos.

VITERBO, Y QUE SIGA SIENDO UN SECRETO

Viterbo es una de las ciudades más ignoradas por los circuitos turísticos que salen de Roma y corren hacia Florencia, Siena y Perugia sin tener en cuenta que el Lacio también tiene mucho que ofrecerles. La suerte recae entonces en los buscadores de lugares auténticos y en los viajeros que los encuentran por sorpresa y guardan celosos el secreto. En este caso, será la Vía Casia y su milenario trazado conservado con tanto acierto que pareceremos inmersos en una película de romanos quienes nos transporte directamente hacia las murallas de un lugar escondido de los tours modernos: Viterbo.

Viterbo, Italia.Getty Images

Roma deslumbra tanto que mantiene el fogonazo sobre las ciudades de su alrededor. Sin embargo, Viterbo posee un Palacio Papal y un casco histórico que suponen uno de los mejores ejemplos del Lacio acerca de cómo debieron ser las ciudades durante la Edad Media y el Renacimiento sin el agobiante tráfico romano. Las agujetas que vamos acumulando sentirán un alivio indescriptible cuando las hosterías de Viterbo nos ofrezcan la primera pasta a la carbonara del viaje. La Spaguetteria de Viterbo ofrece muy buen trato al peregrino, y posee un menú con más de trescientos platos de pasta que podremos probar en su coqueta terraza abierta en pleno centro, La especialidad del Lacio no son las ruinas romanas y las audiencias papales, sino recibir con buena comida a los visitantes.

EL LACIO A TRAVÉS DE CAMINOS ETRUSCOS

La antigüedad de la vía que ha guiado nuestros pasos desde el valle de Aosta y que ha mostrado sus raíces romanas en muchas partes del itinerario adquiere una nueva dimensión nada más abandonar Viterbo en dirección a Roma. La Vía Francígena atraviesa las colinas que rodean la ciudad mediante un camino excavado en el mismo tufo volcánico donde crecen viñas y olivos de renombre, una suerte de galería que recibe el nombre de Strada Signorino. Dicen quienes saben de romanos que los etruscos enseñaron a sus vecinos los secretos de una tecnología que ni siquiera los griegos controlaban, y que permitió convertir Roma en un imperio. Nadie podría atreverse a dudarlo mientras recorremos las galerías de la Strada Signorino.

Más adelante, el pequeño pueblo de Sutri aparecerá ante nosotros en lo alto de un monte espigado que vigila la Vía Francígena. Es la última frontera del Lacio rural, y la puerta hacia una Roma que cada vez se siente más cercana.

Roma.Pajor Pawel

LOS ÚLTIMOS PASOS DE LA VÍA FRANCÍGENA

El aumento del tráfico y las edificaciones nos indicarán sin compasión que nos acercamos al enorme área metropolitana romana. Una vez dejemos atrás la agradable localidad de Campagnano de Roma parecerá que todo ha terminado, y que las carreteras serán la tónica a seguir hasta que divisemos la cúpula del Vaticano. Por suerte, la Vía Francígena sabe evitarnos disgustos, y en su camino hacia Roma atraviesa el Parque Natural del Veio. El camino serpentea entre encinas y olivares que envuelven y esconden viejos santuarios como el de Sorbo, un oasis en mitad del calor del monte desde donde podremos divisar el ancho valle del río Tíber.

Los últimos kilómetros de la Vía Francígena coinciden con un tramo de la Vía Casia que se pierde entre las primeras construcciones suburbanas, y la magia que hasta ahora acompañó nuestros pasos sobre la Vía Francígena comienza a titilar abrumada por los gases de los tubos de escape, los cláxones y el poco gusto de los arquitectos que idearon los barrios de la moderna periferia romana. En el camino no sólo se sufre por cansancio, también por dolor estético ante el brusco cambio que supone abandonar el campo y penetrar en la capital de Italia.

Por suerte, las alturas del Monte Mario siguen ofreciendo al peregrino que se acerca al Vaticano un mirador comparable al Monte do Gozo jacobeo. Desde lo alto de la colina puede divisarse la cúpula de Miguel Ángel sobre los tejados de Prati y también el ángel del Castel Sant’Angelo y el blanco Altar de la Patria que preside el Foro Romano. Hemos caminado desde la lejana Aosta para encontrar una ciudad que muchos antes que nosotros han deseado pisar, y a la que todos deseamos algún día regresar. La Fontana de Trevi brilla como las miradas de quienes observan por primera vez la Ciudad Eterna desde lo alto del Monte Mario, pero sólo quienes han realizado una vía de peregrinación conocen el escalofrío cálido que sube por la columna vertebral en cuanto uno es consciente de que el camino ha terminado. Roma era la meta y hemos llegado a salvo.