Islas Sarónicas: el verano de nuestra vida es griego

Un puñado de buenos (los mejores) amigos, un velero, provisiones sin freno e inmensas ganas de mar. Así vivimos el verano de nuestra vida.

Islas Sarónicas: el verano de nuestra vida es griego

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

Alrededor de mil ochocientas islas y un litoral que, con 13.676 kilómetros, presume de ser el más largo del Mediterráneo, hacen que Grecia sea sinónimo de mar, de verano y de un sinfín de tradiciones arraigadas sobre el intenso color azul.

Hacía tiempo que queríamos conocer algunas de las célebres islas griegas y, como primer destino, elegimos surcar las aguas de las islas Sarónicas, también conocidas como Argosarónicas, junto a la costa del Peloponeso, en el golfo Sarónico.

Nada más aterrizar en Atenas tomamos un taxi rumbo al puerto de Marina Alimos, que se encuentra en el centro de la ciudad. Allí nos esperaban los amigos con los que íbamos a sumergirnos en el ambiente de las Sarónicas y a empaparnos de las leyendas de la Antigua Grecia. Teníamos reservado un velero para ocho personas que sería nuestro hogar durante todo el viaje. Es cierto que muchos optan por utilizar el ferry para saltar de isla en isla, pero estos no llegan a calas aisladas y nosotros buscábamos darle un carácter especial a la aventura.

El golfo sarónico

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

Para no complicarnos demasiado la vida compramos una cantidad suficiente de comida que pudiera mantenerse en la nevera durante varios días, así podríamos preparar a bordo los desayunos y los almuerzos. Las cenas preferimos dejarlas en manos de los cocineros de los restaurantes que encontrásemos al paso y las frutas las compraríamos en las tiendas locales.

La bandera Sea Soul se izó y por delante nos esperaba la primera noche en el velero y una travesía matutina a la península de Metana.

Metana es una pequeña ciudad al pie de las montañas, situada en la península del mismo nombre y conectada con el continente por una lengua de tierra. Igual se llama su volcán, de 760 metros, cuya actividad genera una serie de fuentes geotérmicas que forman parte de un resort local. De hecho, muchos viajeros llegan hasta aquí solo para tomar baños naturales.

Un desayuno que sabrá mucho mejor en mar que en tierra

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

Después de recorrer una distancia de 26 millas (unas tres horas de travesía) , nos amarramos al muelle, donde nos recibieron unos gatos locales y dos alegres mestizos. A principios de junio todo aquí recuerda a un desierto o al escenario de una película sobre la soledad, porque la temporada alta no ha empezado todavía.

La mayoría de los hoteles y las tabernas no se han despertado aún después del invierno y mantienen sus puertas cerradas.

Pero no podíamos esperar para lanzar el dron al cielo y tomar algunas fotografías del gradiente del mar y sus hermosos efectos de luz con las fuentes de metano volcánico. ¿Puedes imaginar cómo se mezcla el café con la leche dentro de la taza? De la misma manera, las fuentes se mezclan con el mar, al principio, el blanco y el azul se unen en un solo color sin prisa, y, un poco más lejos del borde de contacto, el mar adquiere un tono turquesa uniforme.

El único inconveniente del baño en esta belleza natural es el fuerte olor a sulfuro de hidrógeno, así que tuvimos que lavar nuestros bañadores más de una vez para lograr que se quedasen limpios.

Probablemente dentro de unas décadas o incluso antes, Metana se convertirá en una isla, pero a día de hoy, aparte de por mar, se puede llegar hasta aquí en coche.

Una gran comilona en el barco de vela

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

A la mañana siguiente salimos temprano de la península y tomamos rumbo hacia el sur. Al amanecer, la luz del sol recordaba aquellos tiempos en los que se creaban leyendas sobre las victorias, las derrotas y el amor, que luego se convirtieron en mitos de la Antigua Grecia. Los rayos del sol se reflejaban en la superficie del Adriático y en una taza de café, mientras nosotros, inmóviles, observábamos el comienzo del día.

Nos esperaba una travesía de cinco horas a lo largo de uno de los paisajes más pintorescos de Grecia. Para un equipo poco preparado, el primer contacto con el vaivén del velero podría ser una tortura, pero estábamos tan atraídos por los paisajes, constantemente cambiantes, que nos olvidamos del posible mareo.

Muchas personas se preguntan qué hacer para no marearse, pero luego ellos mismos encuentran la respuesta. Lo importante es no pensar en ello, hacer alguna tarea, ponerse al volante o, simplemente, disfrutar de los paisajes.

Rodeamos la mitad rocosa del Peloponeso, observando, a través de unos prismáticos, iglesias solitarias en las rocas sobresalientes del mar. Unas millas antes de llegar a la isla, nos encontramos con un grupo de delfines que seguía nuestro velero “bailando” y saludándonos con sus aletas. Y, de repente, en algún momento, delante de nosotros se abrió el inabordable litoral de Hidra, cuya superficie alcanza los 49.586 km2.

Lo primero que vimos fue el paisaje dramático y violento construido por rocas y piedras calizas, más cercano a una estampa nórdica que a la soleada Grecia. Unas millas más tarde entramos en una bahía en forma de anfiteatro, en cuya orilla había casas pintadas de diferentes colores y con tejados terracota. Nuestro destino final fue el puerto de Hidra.

Leyendo mecida por el mar

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

Aquí se fundó hace siglos la primera academia de la flota mercantil, que todavía sigue funcionando en la actualidad. Con razón Hidra fue considerada una gran capital marinera. Famosa también por sus galerías de arte, muchas fundaciones e inversores del sector celebran aquí eventos, instalaciones y exposiciones, creando un ambiente muy especial.

Los artistas invitados por marchantes a menudo se quedan en la isla para disfru tar de la vida insular.

La temporada alta afecta al número de amarres en el puerto, con lo cual los barcos se ponen en varias filas y lo más cerca posible el uno del otro, mientras que en suelo firme se desarrolla una guerra para lograr estacionar ahí, en ese lugar único. Nosotros tuvimos suerte de encontrar una plaza libre. Amarramos el barco y, en un par de minutos, un anciano con barba gris vino corriendo hacia nosotros para ayudarnos a verter el agua en los depósitos.

Después del largo viaje nos encontramos en un oasis de tranquilidad y silencio. La ciudad impresiona por su arquitectura y peculiar ubicación. El puerto pavimentado está lleno de tabernas y tiendas con productos locales, y en el aire, por esas fechas, flotaba un dulce aroma a flores.

En el pueblo no hay vehículos y la gente se pasea por la ciudad en bicicletas, mulas o burros. Decidimos dividirnos, una parte del grupo se fue en busca de algún restaurante para cenar y el otro subió a las colinas para contemplar la ciudad desde arriba.

Nos vemos aquí, perfectamente

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

Caminábamos por las calles estrechas a lo largo de edificios blancos, amarillos y rosas, esquivando el fuerte calor escondiéndonos bajo la sombra de los viñedos. Observábamos los acogedores patios, escuchábamos el canto de los pájaros y la ciudad nos fascinaba cada vez más.

Casi todos los portales de cada edificio están marcados con la fecha de su construcción (1890, 1900, 1910...) , y los lugareños se mantienen firmes en la idea de no alterar el estilo arquitectónico. Sería difícil imaginar tal respeto hacia la arquitectura en las grandes ciudades.

Subiendo las colinas nos sorprendió la ligereza con la que las ancianas griegas subían y bajaban las pendientes, a veces bastante largas y pronunciadas. Los gatos nos rodeaban y no nos dejaban pasar, como si no quisieran que descubriéramos los misterios de su localidad. Hasta que llegamos a un lugar donde se nos abría un precioso paisaje del puerto. Los rayos del atardecer se deslizaban sobre las colinas, reflejándose en la costa de la relativamente cercana península peloponesa.

Ojalá así siempre

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

El silencio se vio interrumpido por las campanadas de una pequeña iglesia perdida en el laberinto de las calles. Esta música añadió una pizca de encanto a ese momento y nos quedamos mirando en silencio hacia el horizonte, sintiéndonos felices testigos de semejante magia.

Por la mañana repusimos nuestras provisiones de fruta y pan fresco, sobre todo con riquísimas cerezas y otros frutos rojos de temporada. Desayunamos en el velero con vistas a la bahía y gozamos con el plato principal del día, un pastel de patata llamado filo, toda una delicatessen local.

Siempre es triste dejar un lugar así, pero el siguiente destio que nos esperaba era la deshabitada isla de Dokós, así que viramos hacia el oeste.

El viaje se presumía corto y no hacía nada de viento, así que descorchamos una botella de vino blanco de una bodega local y agradecimos a la isla de Hidra, que se alejaba en el horizonte, el habernos acogido.

La ciudad de la isla de Poros

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

Dokós es un lugar único en que los ferris no están abarrotados de turistas. Aquí no se construyó ninguna ciudad con puerto, sino solo una pequeña iglesia que cuida una encantadora pareja griega, a la que vimos a lo lejos mientras cultivaba su huerto. Después supimos que esa cosecha estaba destinada a los monasterios de las islas cercanas del golfo Sarónico.

Echamos el ancla a 33 pies y, a pesar de la profundidad, el fondo era claramente visible. El agua estaba limpísima y apenas había olas debido a la ubicación favorable de la bahía. Empezamos a preparar el almuerzo. Unos cortaban sandía, otros lavaban las cerezas... Debido al calor, solo nos apetecía tomar fruta y vino.

Después de la frugal comida, con la vista de ese pintoresco rincón de la isla y su iglesia, saltamos al agua y nadamos hacia la orilla mientras dos del grupo se quedaron a bordo y nos observaban desde la proa del barco. Nadamos unos pocos minutos hasta llegar a una estrecha lengua de arena pare- cida a una playa.

La iglesia estaba abierta, pero no entramos ya que no llevábamos nada más que trajes de baño. Decidimos que sería mejor volver ahí para contemplar la puesta de sol.

Si algún día llegas a este lugar, que no te invada la pereza : sube la colina por su sinuoso sendero y, tras una hora de ca- minata, llegarás a un mirador creado por la propia naturaleza desde el que una vista impresionante te dará una idea de cómo es la escala de todo el archipiélago de las Sarónicas.

Además, tal vez tengas suerte y conozcas a Leonis, un alpinista francés que vive en Grecia desde hace muchos años y que se gana la vida como guía, llevando a los senderistas por las rutas de las montañas insulares. Nosotros sí le conocimos... y por la noche vino a visitarnos en su barco.

Nos contó que estudió en el Conservatorio de San Petersburgo durante unos años, así que pudimos entendernos en ruso –sí, somos rusos y hemos escrito este reportaje en español para Condé Nast Traveler–.

Esa noche, el 6 de junio, era el cumpleaños del gran poeta ruso Alexander Pushkin, así que amenizamos nuestra conversación con un fragmento de la ópera Ruslán y Liudmila, de Mikhail Glinka, que sonaba en ese momento en la radio.

Brindemos por Pushkin

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

Leonis estaba tan a gusto que no quería irse, aunque parecía un poco triste porque nuestro encuentro le hizo recordar el pasado. Grecia volvió a regalarnos uno de esos momentos memorables y fabulosos que se quedan para toda la vida. Ni nos dimos cuenta de cómo la luna apareció en el cielo y, cuando ya pasaba la medianoche, Leonis se despidió y regresó a su barco.

La belleza de esa noche nos desveló y decidimos hacer juntos la guardia nocturna.

En los barcos vecinos sucedía lo mismo. Escuchamos algún ruido en los arbustos de la orilla que, según nos contaron, procedían de las cabras montesas de la granja de aquella pareja griega. Nos hizo gracia que ellas, igual que nosotros, estuvieran hechizadas por el encanto de la noche y tampoco pudieran dormir.

Finalmente allí nos encontró el alba, que cubría todo el paisaje con sus dra- máticos tonos dorados. Sentimos una auténtica armonía entre el hombre y la naturaleza. Nos quedaban tres días más por delante para navegar, así que, después de desayunar y sin ápice de sueño, subimos el ancla, alzamos las velas y nos dirigimos rumbo a nuestro siguiente destino... no menos mágico.

***** _Este reportaje fue publicado en el **número 130 de la Revista Condé Nast Traveler (julio-agosto) **. Suscríbete a la edición impresa (11 números impresos y versión digital por 24,75 €, llamando al 902 53 55 57 o desde nuestra web) . El número de Condé Nast Traveler de julio-agosto está disponible en su versión digital para disfrutarlo en tu dispositivo preferido . _

Puerto de Paros

Kristina Avdeeva y Niko Tsarev

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