Diario del trópico (XVI): el mejor dengue de mi vida

“Un escritor debe pensar que todo cuanto le ocurre es un instrumento”, Borges.
Zendaya en 'Euphoria'
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Una semana sin pulsar una tecla. Dengue, dengue, dengue, dengue, dengue, dengue, dengue. Me veo tentado a escribir un texto entero así, como creo que una vez hizo Ander Izaguirre para escribir una columna/artículo sobre un bosque: árbol, árbol, árbol, árbol, escribió quinientas o seiscientas veces; si no recuerdo mal, no se lo publicaron.

La tercera noche de fiebres, dolores y quejumbres pasa lenta, la oscuridad inunda, y no hay minuto que dure un minuto, ni hay enfermo capaz de dormirse sin rumiar desenlaces improbables. Cuanto más dolor, más ansia, más neurosis, más drama. En la agudeza del malestar, pienso que nunca voy a curarme, que mi vida de ahora en adelante será horizontal, lánguida, delirante. Y sudo, sudo como si fuera un coral oceánico. Me sumerjo en la fiebre y salgo empapado. Me derramo por la cama, un delirio tropical. Un trance psiquiátrico. Qué poco control en la noche. Cuánta noche. Qué poco yo. Miro la hora, la hora me mira de vuelta, los segundos se miran entre sí. Fiebre y un reloj de arena.

Una semana sin pulsar una tecla. Dengue, dengue, dengue…

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La cama se hunde en el océano. Nado entre peces almohada y medusas sábana. Junto a mi cabeza hay un cargador molusco. Las paredes del cuarto se acercan, y respiran, palpitan como en un cuento de Allan Poe. Noto un peso arcano sobre mí. Noto la fiebre. Noto la ebullición. Miro por la ventana y, colmado de inmensidad, rezo. Sí, rezo. Nada muy elaborado, apenas unas palabras al viento: “por favor, tengo que mejorar”, o algo así. Más que rezar, suplico.

Escucho las sirenas del amanecer, que vienen al rescate, afortunadamente: “el sol, joven y fuerte, ha vencido a la luna, que se aleja impotente del campo de batalla”. Duermo con los versos de Lole y Manuel y con las primeras horas del día. Dormiría los próximos diez días, los próximos diez inviernos. No quiero estar mal. “Everything, all the time”, contestó alguien cuando le preguntaron por qué estaba triste. Cuando se vaya el dengue seré feliz, me miento al despertar. “Siempre pienso que seré feliz en el lugar en el que casualmente no me encuentro…”, decía otro.

Mientras rezaba, me acordé de una historia que leí alguna vez, que alguna vez escuché, sobre un muy reputado científico. Algo así: un amigo llega a casa del científico, que vive alejado en las montañas, y se sorprende al encontrarse en la entrada una enorme ornamenta de alce, que supuestamente sirve como protección de la vivienda. “Pero usted es uno de los mejores científicos del siglo, ¿de verdad cree en estas cosas?”, le pregunta el amigo. “No, no creo”, contesta el científico, “pero me han dicho que aun así funciona”.

“Por favor, tengo que mejorar”, o algo así. Más que rezar, suplico.

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Y uno, que puede con todo menos con sus horas bajas, reza y lo que haga falta. Cuando ni siquiera los dioses funcionan, queda la paciencia, la madre de una ciencia que he dejado innumerables veces huérfana. Si algo hago mal es esperar, si algo detesto es esperar. Si algo eliminaría de la faz de la tierra es la espera (y a los que me hacen esperar). Estar enfermo es un estado de espera continua. Todo se pospone. La vida en pausa. La pausa. El tiempo. El absurdo paso del tiempo.

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El mejor dengue no tiene nada de mejor, es, simplemente, el único. Este es el mejor dengue de mi vida de la misma manera que yo soy mi peor enemigo. La perogrullada mayor, la de considerarse adversario de uno mismo, la desmonta fácil un analista, que podría decir algo así: “te acepto que eres tu peor enemigo, pero no por tu cruenta condición contra ti mismo, aunque sí, eres malo, a veces; si no como único compareciente en los castings para hacer de ‘tu peor enemigo’. El Joker estaba ocupado. Quedas tú, y únicamente por ser el único de la lista te conviertes en el peor. Date cuenta: ¡no tienes más enemigos!”.

Una pequeña gripe no está mal. Reposas dos días, cancelas planes sin culpa, te quedas en casa sin negociación, avanzas con lecturas pendientes. Pero esto es demasiado. “¿Puede uno ducharse después de la muerte?”, se pregunta Woody Allen en su interminable obsesión de la vida más allá de la vida. ¿Habrá algo después del dengue?, me pregunto entrando a la ducha para limpiar mis heridas, heridas que supuran.

Este es el mejor dengue de mi vida de la misma manera que yo soy mi peor enemigo.

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